Now I wish I could write you a melody so plain
That could hold you dear lady from going insane
That could ease you and cool you and cease the pain
Of your useless and pointless knowledge
Bob Dylan, Tombstone Blues
1. TEMPRANO POR
LA MAÑANA
Gilberto trataba de pensar. Había escrito en su cuaderno, antes de salir: “conjurar un pasado que se parezca o se acerque a la idea de la vida perdida”. Gilberto trataba, infructuosamente, a través del ruido de la radio, el murmullo constante de los autos y el frío de esa mañana de junio a las siete a.m, de meditar sus propias palabras, escritas entre dos mates que apuró antes de salir al trabajo, confundido y somnoliento, sin mirar el reloj, creyendo que era tarde, creyéndose con prisa. Escribió eso porque ayer leyó a Borges, aunque no entendió gran cosa, nada para ser exacto. Las obras completas que publicó
La Nación, un diario de derechas, pensó. Pero para qué pensar en eso, si no es esa ni siquiera la forma correcta de decirlo, no en Argentina. Pensó entonces en fachos, en zurdos, en lo fachista que suena decir zurdos, pensó en su origen acomodado, su mundo de escuelas y barrios privados, pensó que esas palabras en su vocabulario lo dejan expuesto, y aunque no se avergüenza, piensa que no vale la pena pensar en eso y recuerda un viejo graffiti que le llamaba la atención en su infancia,
un pueblo con hambre no es subversivo. Intenta pero no recuerda la respuesta de su madre cuando Gilberto le preguntó qué es ser subversivo, recuerda que hizo la misma pregunta varias veces en pocos años, hasta que le contaron la historia de su país, en Santa Fe no nos enterábamos de nada, palabras de su madre, en esa época tenia diez años como mucho, jugaba a las muñecas y bailaba y no se enteraba de nada. Pensó en Reutemann y la inundación del noventa y cuatro, de eso se acuerda porque vio las fotos. Pensó los gobernantes pasan y sólo cambian los números de las cuentas bancarias y la farsa se mantiene. No sabe que significa esa palabra, farsa, por eso no piensa más en eso. Gilberto piensa que es hora de no creer más en nada, sobre todo en las cosas que el creía hace poco, o en los diarios que leían en su casa. Piensa: Maradona es zurdo, Kurt Cobain: también zurdo, ¿Cómo se dice lo opuesto a diestro? ¿Por qué diestro se usa para decir hábil? ¿En qué momento un grupo se adueña de una palabra y le cambia el significado? Gilberto piensa que nunca en su vida conoció a alguien de izquierdas. Diferentes ámbitos. Para qué pensar, si hasta la palabra izquierdas le viene a la mente porque anoche leyó también a Bolaño y las palabras que usa siempre se le quedan pegadas. Gilberto quisiera vivir la vida de Bolaño, pero no puede, por demasiadas razones. Entonces lo lee. Pronto olvida la voz del narrador. Aparecen tantas voces, toda la riqueza y variedad de la humanidad, tan incomprensible, tan diferente a la gente que Gilberto conoce o cree conocer. Un maestro. Pero el maestro es Borges, piensa. Lo vio anoche, mientras leía uno de sus cuentos. Vio a joven Borges en una estación de trenes, leyendo un libro, comiéndose un libro como dicen, el personaje del cuento lo ve también, como al pasar, pero no lo reconoce porque en el cuento Borges es todavía un joven anónimo, una sombra en ese andén dónde el espía Alemán llega para escapar de su destino, o demorarlo un poco, pero más bien todo lo contrario, no se puede escapar de lo que uno es. Pero no. Mejor: un Borges adolescente viendo pasar las horas a la espera de un tren, sin prestar atención a nada más que a su libro, sintiendo el rumor de la gente que cumple sus destinos en ese lugar, y en un momento un hombre de rasgos orientales pasa a su lado, apurado, y la historia ya está lista, solo le hace falta sentarse a escribirla algunos años después. Eso nunca le ha sucedido a Gilberto y probablemente tampoco a Borges. Gilberto tiene que hacer un gran esfuerzo para aclarar su mente, despejar el terreno de todas esas cosas que piensa y no comenta con nadie porque imagina que a nadie le importa (pero no es así ¿no?) y es que le cuesta mucho pensar, tiene ruido en la cabeza, tiene una frase que siempre sintió estaba dirigida a él, una frase que si mal no recuerda habla de
all your useless and pointless knowledge, un furioso escupitajo de Bob Dylan directo hacia él, hacia la cara de Gilberto. En ese momento el locutor de la radio finalmente decide dejar de hablar y suena Charly García y Gilberto olvida instantáneamente a Dylan y todo lo que estaba pensando y vuelve a la frase que escribió hace días o esa mañana, no puede ser preciso. Peor aún, no conoce el sentido de esa frase, piensa en un conjuro mágico para traer de vuelta una vida perdida, pero la vida de quién, eso tampoco lo sabe.
Cuando Gilberto llega al edificio donde están las oficinas donde trabaja son las siete y cuarto y recién entonces se da cuenta de que salió muy temprano de su casa. Una pérdida de tiempo a la inversa, pero no sabe que hubiera hecho si se quedaba quince minutos más. Un par de mates más. Entonces se ríe de si mismo y ya que está se ríe de la estupidez del mundo, empezando por la idea de que es posible perder el tiempo, cuando en realidad él que se pierde es él y a la vez gana sin querer algo parecido a la libertad, inconscientemente hasta que lo piensa. Piensa entonces que le ganó quince minutos al día y los usó para pensar, o al menos lo intentó.
Justo en el momento en que Gilberto se dispone a entrar al edificio sale del mismo una muchacha que probablemente, como se adivina por la mochila y el uniforme que lleva, se dirige a la escuela. A quinto año, supone Gilberto. Chiquita y bien formada, piensa Gilberto. Y piensa: estoy mal, y se vuelve a reír y sonríe cuando sus miradas se cruzan un momento, Gilberto sonríe y la chica simplemente pasa, y su andar es un atardecer en Punta del Este los últimos días de febrero, pero ella sigue y el invierno se queda, ella pasa perdida en sus auriculares casi imperceptibles entre su pelo ondulado y sus aros plateados demasiado grandes para ella, pasados de moda, y Gilberto siente más frío que antes y mucho más envejecido que cuando despertó.
Llega a la oficina, toma una taza de café que le trae su secretaria (que está enamorada de él y es un bombón) y antes de que se ponga a hacer nada siente ganas de ir al baño. Le urge cagar. Mientras lo hace (y piensa en cuántas formas hay de decirlo: hacer sus necesidades, defecar, cagar, todas formas de decir lo que no se debe decir frente a desconocidos, nombres de la intimidad más absoluta, o eso cree Gilberto) lee en la puerta del toilet la frase acá cagó panza escrita con birome y embadurnada con lo que parece ser mierda humana, como si Panza (¿quién?) se hubiera limpiado el culo con los dedos y los dedos con la puerta, dejando así su firma y corroborando su frase, su genialidad. Con un cigarrillo ya prendido, sentado en el inodoro frío, mirando el humo y la mierda ajena, Gilberto trató de pensar en otra cosa y solo volvían a su mente, infatigables, tan ochentas, los aros plateados de la chica que salió de su casa a las siete y cuarto de la mañana de uno de los días mas fríos del año. Eso piensa Gilberto. Y en las orejas de esa misma chica, que apenas vio, tan pequeñas las orejas y la chica, tan extrañamente atractivas.
2. MEDIODÍA
El trabajo, como es usual, consumió todo resto de lo que leyó (y disfrutó) anoche, suprimió cualquier resabio de esos minutos a la mañana en los que Gilberto sintió algo así como el roce de la idea de una libertad verdadera, apagó toda voz interior, todo lo que Gilberto necesita para no sentirse uno más en una máquina descorazonada, un autómata consciente e incapaz de sentir, sus pensamientos que lo llevan un poco más arriba y lejos de la gente que lo rodea y que él desprecia, y probablemente ellos a él. La máquina: Gilberto es contador en una importante empresa de su ciudad. Consiguió el trabajo porque su tío es el dueño. Gilberto odia a su tío y a la empresa. El tiempo corre, se dice Gilberto, y yo sigo sentado acá enredado en mis números, porcentajes, impuestos, pagos, evasiones, cobros, recibos, cheques, calculadoras, clips, monitor, el murmullo imperturbable de las computadoras todas trabajando en red, sueldos, medio aguinaldo ahora en junio, o es en julio, su secretaria entra y le dice algo y se queda como esperando una respuesta y Gilberto sacude su cabeza como un perro mojado y dice ¿perdón?
Que no te olvides de la reunión con Marcos. A las dos en su oficina, parece que vuelve a decir su secretaria (que se llama Agustina, es un bombón y está enamorada de Gilberto) y Gilberto responde afirmativamente con la cabeza y decide irse a comer algo, a despejar otra vez su mente. Busca en un cajón y encuentra el quinto tomo de la obra completa de Borges, el que trae Ficciones y El Aleph, y se lo lleva hasta el bar que está a la vuelta de su trabajo. Pide un sándwich de milanesa y un agua mineral. Gilberto no toma coca-cola. Tomó demasiada en su infancia. Tampoco toma drogas, por razones parecidas. Gilberto lee sosteniendo el libro con su mano izquierda y el sándwich con la derecha y en algún momento deja el libro y mira por la ventana, se imagina que está en Buenos Aires y que nadie sabe quién es ese hombre que lee y come, imagina que en Buenos Aires es normal ver gente así en los bares, gente que vuelve a su casa en provincia al atardecer, dónde lo espera alguna dedicada mujer con algo caliente en el horno, y hasta un perro piensa Gilberto y aguanta las ganas de llorar tomando agua directamente de la botella. Sale del bar, cruza una calle y baja dos cuadras más hasta una plazoleta. Es mediodía y el sol se siente cálido en su rostro, como una caricia lejana y posiblemente divina, y busca en el bolsillo del sobretodo un papelito metálico que desenvuelve tranquilamente, y se fuma la mitad del porro que le quedó de la noche anterior mientras sigue leyendo a Borges, pero en un momento levanta la vista y pierde por completo la concentración porque caminando plácidamente con sus auriculares y los aros plateados que ahora brillan por el sol viene la chica que se cruzó con él esa mañana, todo por haber salido de su casa más temprano que de costumbre. El sol da de lleno en el pelo que por momentos es castaño claro y hasta rubio, y sus ojos son color café, y el aire a su alrededor es como de finales de agosto. Gilberto sonríe. Apaga el porro contra el banco sin sacarle los ojos de encima. Ella lo mira, un segundo, y Gilberto sin saber por qué pero sin poder evitarlo levanta su mano izquierda y saluda tímidamente, siempre sonriendo, los ojos brillosos, la boca pastosa, la mente en calma y el corazón a mil. Más tarde se arrepentirá de esto, intuye Gilberto. Solo cuando ella pasa el aire da señales podría decirse que positivas para Gilberto, el día empieza a remontarse hacia un final que promete algo por lo menos bueno, pero en cuanto ella (que no devolvió el saludo, sólo apresuró su marcha) desaparece de ese improbable plano secuencia y Gilberto se vuelve a quedar solo con su libro siente (o piensa) que hasta el sol perdió un poco de fuerza, quizá por el contraste, Gilberto no sabe por qué, quizás porque ella no devolvió el saludo, pero por qué iba a hacerlo, Gilberto tiene casi treinta años y se siente demasiado solo en esa ciudad tan parecida a todas pero sin aeropuertos como quisieran algunos, Gilberto sobre todo.
3. ATARDECER
En pocas palabras el resto del día transcurrió no muy distinto al miércoles que lo precedió. Ni al día anterior. Pero desde que se reunió con su tío (y jefe) a Gilberto le había quedado un gusto extraño, que paladeaba sin demasiado entusiasmo, como previendo en cualquier momento llegar al corazón podrido del asunto. Le daba vueltas, lentamente, a lo que su tío había dicho en su ostentosa oficina mientras Gilberto admiraba el alfombrado y se preguntaba cuántos metros cuadrados y la mesa rectangular de vidrio que en otros tiempos hubiera usado para dibujar el mapa de argentina o escribir su nombre en polvo blanco, de haber tenido la oportunidad. Había dicho muchas cosas en realidad, no fue al grano como era su costumbre, lo que levantó leves sospechas en Gilberto, demasiado ocupado pensando otras cosas e intentando desde la mañana pensar otras que no se dignan a dejarse pensar. A lo que su tío Marcos, el jefe, iba con tantos inusuales rodeos era a exigirle, porque su continuidad dependía de sí aceptaba Gilberto la propuesta, su firma y por ende su nombre cómo presidente de una empresa inexistente. Gilberto se excusó diciendo que uno de los contadores de la firma no podía ser a la vez presidente en otra, y el tío dilató su sonrisa y quizás sus pupilas (eso creyó ver Gilberto) y le dijo que esperaba su renuncia para el lunes más tardar, y que su puesto y sus funciones (y su remuneración) serían los mismos, solo cambiaría ante los ojos de la ley. Gilberto dedicó el resto del día en pensar en las posibles consecuencias de la movida y francamente sintió miedo de ir preso y media hora después alivio de pensar que su propio tío no haría nada que ponga en juego la libertad de su sobrino.
El resto del día transcurrió como el día anterior y cómo quizás mañana, a menos que la noche traiga algún signo favorable, pensó Gilberto, a menos que la vea también cuando salga de acá, y entonces qué hago. Gilberto salió apresuradamente, sin despedirse de nadie, sin reparar siquiera en la existencia de alguien más, llegó a la doble puerta de vidrio que daba a la calle, salió y se encontró con la noche ya casi cerrada, del sol quedaba apenas un resplandor esfumándose a su lado, entre restos de nubes, la calle desolada de invierno y Gilberto a la espera de nadie, de un ser extraño, de otro fantasma.
Gilberto estaba cansado como estaría cansado cualquiera después de una extensa jornada laboral. Atravesó la casa de sus padres, que nunca están en casa, caminó como todos los días alrededor de la pileta y llegó a lo que antes era un quincho para los asados del domingo y que ahora Gilberto sentía como su casa. Tomó un café con leche y se acostó. En la televisión un periodista de Telesur hablaba desde Afganistán, las tropas estadounidenses se retiran, bien, pensó Gilberto y cerró los ojos y al abrirlos ya estaban hablando de la copa América, y pensó en irse a morir a algún país en guerra en Oriente Medio o en África como Arturo Belano, y recordó África aunque nunca estuvo en el continente (pero Gilberto quiere creer que Bolaño tampoco estuvo en África) y entonces se durmió. Soñó que era temprano y se tenía que ir al trabajo, porque sabía que tenía que llegar antes de las siete y media para encantarse con su amada, la chica de sus sueños. Entonces Gilberto se dio cuenta de que aún era adolescente y estaba llegando tarde a la escuela, y también de que eso era básicamente imposible salvo en un sueño, y entró en un espiral de acongojada ansiedad que lo despertó sobresaltado y bañado en sudor bajo el pesado cobertor. Eran las nueve de la noche.
Gilberto comió arroz con crema y tostadas light, tomó un litro de agua mineral, se dio una ducha rápida y salió a caminar. Tenía, finalmente, la mente en blanco. Caminó hasta pasar la plaza y se encontró frente al edificio dónde están su oficina y la chica de sus sueños. Para su sorpresa (y su enorme sonrisa instantánea) en el momento en que Gilberto se detiene frente al edificio la puerta se abre y ella sale y lo reconoce, Gilberto está seguro de que lo reconoce porque abre los ojos enormes y acaramelados, y se vuelve hacia las personas que vienen atrás. Gilberto está en la vereda de enfrente, mirando y esperando para cruzar, esperando que ella se pare en la acera y lo espere también. Gilberto solo quiere saludarla, tal vez saber su nombre y decirle que él se llama Gilberto y que le parece la chica más dulce y hermosa que vio en su vida. Gilberto quiere saber su edad, espera que tenga diecinueve pero esperaría por ella el resto de sus días, si todos fueran como el día de hoy, tediosos días que se iluminan sólo porque ella pasa caminando, divina, chispeante, completamente desentendida de las máquinas embrujadas y el rutinario y agobiante andar de sus fantasmas por la ciudad. Entonces dos hombres salen del edificio y ella señala a Gilberto y los hombres cruzan la calle enceguecidos, los seños fruncidos ubicando a Gilberto en la penumbra de la calle, los puños cerrados y una de las mandíbulas tensas mientras el otro (que debe ser el padre, piensa Gilberto) grita cosas que no llega a entender pero parecen insultos y entonces el otro (que es el novio, o el hermano, o un primo secretamente enamorado) le calza un puntapié en los testículos, aunque a decir verdad en ese barrio, en este país, lo que le calzaron a Gilberto fue una soberana patada en los huevos, un golpe feroz y certero para que Gilberto caiga al suelo en un grito de dolor más bien apagado, casi inaudible, y sólo se dedique a observar, entre la lluvia de patadas y golpes en las costillas y en los brazos, entre gotas de su propia sangre y el choque eventual de su cabeza contra el suelo, que la chica de sus sueños ya no lleva sus horribles e hipnóticos aros plateados mientras observa cómo sus seres queridos la defienden, cómo obra la justicia divina a través de la mano del hombre, cómo a partir de ahora no tendrá nada que temer al bajar a la calle. Y sonríe horrorizada. Gilberto cree ver, por fin, en esa sonrisa, un signo que conjura de golpe todo su pasado y una vida que pudo ser la suya, una vida peligrosa como en los libros, dónde pueden molerlo a golpes y dejarlo inconsciente en la vereda. Una vida que mañana, cuando su secretaria (que se llama Agustina y está harta de esperar una invitación a comer) le pregunte qué le paso y Gilberto no sepa que decir, le parecerá un sueño precioso, algo de dónde aferrarse cuándo la máquina siga funcionando, inconmovible. Una vida al fin.