domingo, 25 de marzo de 2012

Actriz (episodio uno)

1.

Enfriarse, enfriarse. A las clásicas preguntas –qué estoy haciendo, cómo llegué acá- ya las había contestado tantas veces, en tan pocos segundos, que a veces antes de despertarse del todo y con los ojos aún sellados de lagañas, antes incluso del mal humor, ya sabía o creía saber las respuestas. Recordaba todo y se daba asco alguna vez; y el resto de las veces: se levantaba despacio y se vestía y salía sin preocuparse por los ruidos, pues un constante zumbido parecía cubrir su escape. Y si podía robaba algo. Un souvenir, nada de valor. Una vela particularmente bonita para su aparador lleno de lechuzas. Un collar con un cristito crucificadito en una cruz de plata. Crucecita de plata. Para llevar apretado en el puño mientras el ascensor la prepara, la amasa, la estruja, ella chilla, se desorienta, tiembla y traga mocos: el asesor llega a planta baja. Al final del hall siempre es de día y ella espera que nadie la reconozca, que bochorno. Los anteojos negros y la capucha del buzo gris la cubren. No es su capucha en todo caso. La devolverá nunca. Pero esa es siempre la intención: devolver todo menos los recuerdos. Y la crucecita lastimó la mano de la actriz, otra vez.
Despertó y sintió el colchón caliente. Y la piel pegajosa, como si hubiera transpirado mucho. Se toco la nuca, metiendo los dedos entre el pelo y descubrió que estaba transpiradísima.. Para ese momento ya recordaba la noche anterior. Laguísimas horas, de a montones, alborotándose en su retina, incapaz de descodificar. Sólo bultos y sombras y las luces de la ciudad en movimiento, yendo de un lugar a otro, y nada más. Pensó en salir en silencio. Pero escuchó y reconoció el sonido que en un primer momento la había despertado.
Buscó el origen: sonaba un piano, pero ella no había visto uno en la sala. Podía ser… Era un arpegio, notas menores (eso ya le habían enseñado alguna vez: las tristes son las menores) y sonaban desde un teclado. El lo había tocado y grabado un rato antes y lo dejó sonando. Se lo había dicho en algún momento de la noche, recordó mientras pateaba botellas vacías de vodka- el monstruo no paraba nunca. El genio, corrigió él. Monstruo no me gusta. Eso es para las rubias. Para vos puedo ser otras cosas, nunca un monstruo. Y ella se vio a sí misma rubia y en blanco y negro gritando desesperada- ¡monstruo! ¡MONSTRUO! Y el monstruo amenazaba con clavarle un brillante y filoso cuchillo. Bueno, perdón, dijo ella. El genio no para nunca. Había pasado el show, un teatro colmado dónde ella había tenido una participación especial: salió al escenario con un vestido turquesa y los ojos enormes y tan linda que los aplausos se mezclaban con los insultos (esperados, ignorados: y si eso es rock…) y cumplió el papel que mejor le quedaba: inspiración on stage. Y ocurrió lo de siempre, lo inevitable. El sonido empezó a fallar, la guitarra se quedó muda un rato, ella sonriente y después haciendo pucherito ¿por qué no se escucha la guitarra justo en mí canción? Después estuvieron en un Bar cerrado exclusivamente para ellos: una vez que entraron no entraba nadie más -pero tampoco se iba nadie y todo el mundo estaba atento al movimiento de esas sombras aristotélicas en el reservado para Very Important Person(s). De la mesa del Bar recuerda las líneas que dibujaban formas (ojos, letras, coronas o el pelo de Bart Simpson y otras cosas, formas, garabateadas ahí, en plena mesa del pleno Bar y con el mundo entero mirando; pero debía ser un lugar del palo, uno de esos lugares diseñados exclusivamente para que las importantes personas y estrellas del rock se droguen con la más absoluta y desencajada libertad o simulacro de) y después las calles de Buenos Aires.
Las luces de La ciudad moviéndose a ambos lados del auto y su chofer invisible. El efecto era óptico y consistía en que ella no sabía (o sí sabía pero saber no es divertido) si las luces iban o venían y ellos iban o venían o estaban ya todos muertos y en el limbo. El amanecer desdibujando la totalitaria noche que gana en peso lo que pierde de realidad suele ser intolerablemente hermoso: pero esta vez pasó inadvertido. Los pasajeros llegaron al departamento con la mañana en sus cabezas, pero no se dieron cuenta. El sol pegando y ni se percataron: entraron, cerraron las cortinas y siguieron con lo que venían haciendo desde hacía más de veinticuatro horas. Al mediodía el cuerpo de ella dijo basta y después de fumar un porro cayó como muerta, durmiéndose instantáneamente.
El sol de la tarde entraba insufriblemente por las ventanas abiertas de par en par. Ella se asustó, no sin algo de razón, pensando que tal vez el monstruo se había quitado la vida saltando por el balcón. Lo primero que se le vino a la mente fue la tapa de los diarios: icono del Rock Argentino se suicida después de pasar la noche con reconocida actriz de telenovelas. De esa no habría vuelta, pensó. El final de su carrera, hasta ahora tan respetable. Y el final de la vida de un hombre sensible que se había convertido en una monstruosa caricatura –al igual que el país- en algún momento de los ochentas o noventas, difícil precisar la fecha de la transformación: fue un lento degradarse, drogarse, desfigurarse hasta hacerse soportable por lo menos para él mismo, por lo menos frente al espejo roto y siete años de mala suerte. Durante la dictadura él, que ya era una estrella, siguió cantando lo que pudo y nunca se le cruzó por la cabeza exiliarse. Y se cargó una mochila muy pesada: darle letra a un pueblo sombrío, darles algo para que canten y descarguen un poco la angustia de no saber exactamente que estaba pasando y porque cada vez eran menos en las calles. Y con la vuelta de la democracia se propuso hacer que todo el mundo cante y se divierta. Y empezó a cantarse a sí mismo: que cante y se divierta. Y después ya era el monstruo que toca y toca con cualquiera y desafina y hace covers y canta y se divierte y no duerme nunca. Anoche no durmió. La vio dormir a ella y le compuso una canción. Ella se tranquilizó cuando, por la ventana, entró un humo familiar: él estaba fumando en el balcón, mirando la tarde. Qué querés hacer, preguntó. Comer, dijo ella.

Esta es la canción que hice anoche para vos. Ella escuchó atentamente, fumando un marlboro del atado de él- hablaba la canción de un puente, del amor cuando está y cuando se va, de lo que queda (del departamento destrozado, de la furia arrebatándolo todo) de matar a uno. No me estás cantando a mí, ya no me estás cantando a mí. El se sintió descubierto y sorprendido de que ella, tan musa perfecta y delicada, haya caído tan pronto en el estante de los recuerdos: una más que pasa, se desviste y se viste y se va. Ella dijo eso, que la canción no era para ella ni sobre ella y sintió como un escalofrío recorriendo su espalda y uno de sus brazos. Recostada en la cama, comiendo un sándwich de milanesa que había aparecido sin que se supiera cómo (el ama de llaves se había hecho invisible hacía tiempo pero sigue ocupándose de mantener los estómagos llenos y las puertas cerradas cuando es necesario) creyó ver la presencia de alguien vivo a quien esa canción reclamaba con furia ciega. Y él, en su confusión, decidió invitarla a otra noche juntos. Pero ella prefirió irse de ahí. Sospechando, ambos, que no volverían a verse, volvieron a acostarse y después ella, aprovechando que el se estaba duchando, salió sin despedirse. El agua de la ducha y una canción de Pete Townshed ocultaron su escape esta vez. 

Desdoble

Una noche, caminando por la ciudad, se encontró frente a su casa, sin darse cuenta en que momento la caminata tomó esa dirección. Era temprano, la noche recién comenzaba a brillar, como sumergida en un mar donde había también sumergida una estrella amarilla. Así más o menos estaban las cosas. El amigo que caminaba junto a él iba particularmente callado. En el futuro será un hombre de acción y pocas palabras, que sueña con bombas, pero tiene problemas para juzgar quién vive y quién será carbonizado. En fin, llegaron, por pura casualidad, a la casa. La ventana de su habitación estaba abierta, la luz encendida. No se podía ver el interior. Mirá, dijo su amigo, la luz de tu pieza. Si, dijo él, que loco. Estaba ahí adentro. De alguna manera sabía que se había quedado dormido leyendo una revista y no había salido de su casa. Y a la vez se había desdoblado como todo lo demás: no hace falta explicar nada. Sabían que estaban perdidos.
Mucho peor fue, unos años después, caminando solo por la misma ciudad (que ya había cambiado varias veces el color, sobre todo de noche: ahora no hay un brillo especial, no hay nada, no hay nadie, y sin embargo ¡nunca vi tanta gente ir y venir, ir y venir! ¡a dónde! ¡A LA PLAZA!) de noche: vio un viejo panzón, sólo igual que él, parado en una esquina. Miraba un punto fijo como esperando algo que vendría desde el norte. Drogas, el destino, la muerte, una cincuentona solitaria, cualquier cosa, todas esas cosas, una sola cosa que sea todo. Se estaba quedando pelado. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? El desdoblado lo vio varias noches seguidas en la misma esquina. Ahí estaba, siempre bien vestido, con la camisa dentro del pantalón y un sweater en la espalda. Saludando a las mujeres que pasaban. Mucho peor. Se habían desdoblado tanto tiempo antes que no se reconocieron. Pero una noche el viejo no estaba y extrañado el otro cayó en la cuenta de los años que habían pasado y el pelo que había perdido y que probablemente era mejor no esperar nada y se fue de esa esquina justo cuando llegaba lo que venía.
Caminó sin rumbo con la melancolía de tener o de no poder tener otra vez quince años y todo el tiempo y ningún lugar especial a dónde ir. Pasó frente a la sala velatoria y las puertas estaban abiertas, las luces encendidas. No había llegado nadie pero se notaba que esperaban gente. Dijo unas palabras para la posteridad y después dijo: otra vez esto. Entonces entró a la sala y se sentó en un rinconcito muy cómodo. A su lado una virgen de yeso parecía llorar. Ya está, ya pasó. Y se quedó dormido.



miércoles, 7 de septiembre de 2011

UN DÍA EN LA VIDA

Now I wish I could write you a melody so plain
That could hold you dear lady from going insane
That could ease you and cool you and cease the pain
Of your useless and pointless knowledge

Bob Dylan, Tombstone Blues

1. TEMPRANO POR LA MAÑANA


Gilberto trataba de pensar. Había escrito en su cuaderno, antes de salir: “conjurar un pasado que se parezca o se acerque a la idea de la vida perdida”. Gilberto trataba, infructuosamente, a través del ruido de la radio, el murmullo constante de los autos y el frío de esa mañana de junio a las siete a.m, de meditar sus propias palabras, escritas entre dos mates que apuró antes de salir al trabajo, confundido y somnoliento, sin mirar el reloj, creyendo que era tarde, creyéndose con prisa. Escribió eso porque ayer leyó a Borges, aunque no entendió gran cosa, nada para ser exacto. Las obras completas que publicó La Nación, un diario de derechas, pensó. Pero para qué pensar en eso, si no es esa ni siquiera la forma correcta de decirlo, no en Argentina. Pensó entonces en fachos, en zurdos, en lo fachista que suena decir zurdos, pensó en su origen acomodado, su mundo de escuelas y barrios privados, pensó que esas palabras en su vocabulario lo dejan expuesto, y aunque no se avergüenza, piensa que no vale la pena pensar en eso y recuerda un viejo graffiti que le llamaba la atención en su infancia, un pueblo con hambre no es subversivo. Intenta pero no recuerda la respuesta de su madre cuando Gilberto le preguntó qué es ser subversivo, recuerda que hizo la misma pregunta varias veces en pocos años, hasta que le contaron la historia de su país, en Santa Fe no nos enterábamos de nada, palabras de su madre, en esa época tenia diez años como mucho, jugaba a las muñecas y bailaba y no se enteraba de nada. Pensó en Reutemann y la inundación del noventa y cuatro, de eso se acuerda porque vio las fotos. Pensó los gobernantes pasan y sólo cambian los números de las cuentas bancarias y la farsa se mantiene. No sabe que significa esa palabra, farsa, por eso no piensa más en eso. Gilberto piensa que es hora de no creer más en nada, sobre todo en las cosas que el creía hace poco, o en los diarios que leían en su casa. Piensa: Maradona es zurdo, Kurt Cobain: también zurdo, ¿Cómo se dice lo opuesto a diestro? ¿Por qué diestro se usa para decir hábil? ¿En qué momento un grupo se adueña de una palabra y le cambia el significado? Gilberto piensa que nunca en su vida conoció a alguien de izquierdas. Diferentes ámbitos. Para qué pensar, si hasta la palabra izquierdas le viene a la mente porque anoche leyó también a Bolaño y las palabras que usa siempre se le quedan pegadas. Gilberto quisiera vivir la vida de Bolaño, pero no puede, por demasiadas razones. Entonces lo lee. Pronto olvida la voz del narrador. Aparecen tantas voces, toda la riqueza y variedad de la humanidad, tan incomprensible, tan diferente a la gente que Gilberto conoce o cree conocer. Un maestro. Pero el maestro es Borges, piensa. Lo vio anoche, mientras leía uno de sus cuentos. Vio a joven Borges en una estación de trenes, leyendo un libro, comiéndose un libro como dicen, el personaje del cuento lo ve también, como al pasar, pero no lo reconoce porque en el cuento Borges es todavía un joven anónimo, una sombra en ese andén dónde el espía Alemán llega para escapar de su destino, o demorarlo un poco, pero más bien todo lo contrario, no se puede escapar de lo que uno es. Pero no. Mejor: un Borges adolescente viendo pasar las horas a la espera de un tren, sin prestar atención a nada más que a su libro, sintiendo el rumor de la gente que cumple sus destinos en ese lugar, y en un momento un hombre de rasgos orientales pasa a su lado, apurado, y la historia ya está lista, solo le hace falta sentarse a escribirla algunos años después. Eso nunca le ha sucedido a Gilberto y probablemente tampoco a Borges. Gilberto tiene que hacer un gran esfuerzo para aclarar su mente, despejar el terreno de todas esas cosas que piensa y no comenta con nadie porque imagina que a nadie le importa (pero no es así ¿no?) y es que le cuesta mucho pensar, tiene ruido en la cabeza, tiene una frase que siempre sintió estaba dirigida a él, una frase que si mal no recuerda habla de all your useless and pointless knowledge, un furioso escupitajo de Bob Dylan directo hacia él, hacia la cara de Gilberto. En ese momento el locutor de la radio finalmente decide dejar de hablar y suena Charly García y Gilberto olvida instantáneamente a Dylan y todo lo que estaba pensando y vuelve a la frase que escribió hace días o esa mañana, no puede ser preciso. Peor aún, no conoce el sentido de esa frase, piensa en un conjuro mágico para traer de vuelta una vida perdida, pero la vida de quién, eso tampoco lo sabe.
Cuando Gilberto llega al edificio donde están las oficinas donde trabaja son las siete y cuarto y recién entonces se da cuenta de que salió muy temprano de su casa. Una pérdida de tiempo a la inversa, pero no sabe que hubiera hecho si se quedaba quince minutos más. Un par de mates más. Entonces se ríe de si mismo y ya que está se ríe de la estupidez del mundo, empezando por la idea de que es posible perder el tiempo, cuando en realidad él que se pierde es él y a la vez gana sin querer algo parecido a la libertad, inconscientemente hasta que lo piensa. Piensa entonces que le ganó quince minutos al día y los usó para pensar, o al menos lo intentó.
Justo en el momento en que Gilberto se dispone a entrar al edificio sale del mismo una muchacha que probablemente, como se adivina por la mochila y el uniforme que lleva, se dirige a la escuela. A quinto año, supone Gilberto. Chiquita y bien formada, piensa Gilberto. Y piensa: estoy mal, y se vuelve a reír y sonríe cuando sus miradas se cruzan un momento, Gilberto sonríe y la chica simplemente pasa, y su andar es un atardecer en Punta del Este los últimos días de febrero, pero ella sigue y el invierno se queda, ella pasa perdida en sus auriculares casi imperceptibles entre su pelo ondulado y sus aros plateados demasiado grandes para ella, pasados de moda, y Gilberto siente más frío que antes y mucho más envejecido que cuando despertó.
Llega a la oficina, toma una taza de café que le trae su secretaria (que está enamorada de él y es un bombón) y antes de que se ponga a hacer nada siente ganas de ir al baño. Le urge cagar.  Mientras lo hace (y piensa en cuántas formas hay de decirlo: hacer sus necesidades, defecar, cagar, todas formas de decir lo que no se debe decir frente a desconocidos, nombres de la intimidad más absoluta, o eso cree Gilberto)  lee en la puerta del toilet la frase acá cagó panza escrita con birome y embadurnada con lo que parece ser mierda humana, como si Panza (¿quién?) se hubiera limpiado el culo con los dedos y los dedos con la puerta, dejando así su firma y corroborando su frase, su genialidad. Con un cigarrillo ya prendido, sentado en el inodoro frío, mirando el humo y la mierda ajena, Gilberto trató de pensar en otra cosa y solo volvían a su mente, infatigables, tan ochentas, los aros plateados de la chica que salió de su casa a las siete y cuarto de la mañana de uno de los días mas fríos del año. Eso piensa Gilberto. Y en las orejas de esa misma chica, que apenas vio, tan pequeñas las orejas y la chica, tan extrañamente atractivas. 

2. MEDIODÍA

El trabajo, como es usual, consumió todo resto de lo que leyó (y disfrutó) anoche, suprimió cualquier resabio de esos minutos a la mañana en los que Gilberto sintió algo así como el roce de la idea de una libertad verdadera, apagó toda voz interior, todo lo que Gilberto necesita para no sentirse uno más en una máquina descorazonada, un autómata consciente e incapaz de sentir, sus pensamientos que lo llevan un poco más arriba y lejos de la gente que lo rodea y que él desprecia, y probablemente ellos a él. La máquina: Gilberto es contador en una importante empresa de su ciudad. Consiguió el trabajo porque su tío es el dueño. Gilberto odia a su tío y a la empresa. El tiempo corre, se dice Gilberto, y yo sigo sentado acá enredado en mis números, porcentajes, impuestos, pagos, evasiones, cobros, recibos, cheques, calculadoras, clips, monitor, el murmullo imperturbable de las computadoras todas trabajando en red, sueldos, medio aguinaldo ahora en junio, o es en julio, su secretaria entra y le dice algo y se queda como esperando una respuesta y Gilberto sacude su cabeza como un perro mojado y dice ¿perdón?
Que no te olvides de la reunión con Marcos. A las dos en su oficina, parece que vuelve a decir su secretaria (que se llama Agustina, es un bombón y está enamorada de Gilberto) y Gilberto responde afirmativamente con la cabeza y decide irse a comer algo, a despejar otra vez su mente. Busca en un cajón y encuentra el quinto tomo de la obra completa de Borges, el que trae Ficciones y El Aleph, y se lo lleva hasta el bar que está a la vuelta de su trabajo. Pide un sándwich de milanesa y un agua mineral. Gilberto no toma coca-cola. Tomó demasiada en su infancia. Tampoco toma drogas, por razones parecidas. Gilberto lee sosteniendo el libro con su mano izquierda y el sándwich con la derecha y en algún momento deja el libro y mira por la ventana, se imagina que está en Buenos Aires y que nadie sabe quién es ese hombre que lee y come, imagina que en Buenos Aires es normal ver gente así en los bares, gente que vuelve a su casa en provincia al atardecer, dónde lo espera alguna dedicada mujer con algo caliente en el horno, y hasta un perro piensa Gilberto y aguanta las ganas de llorar tomando agua directamente de la botella. Sale del bar, cruza una calle y baja dos cuadras más hasta una plazoleta. Es mediodía y el sol se siente cálido en su rostro, como una caricia lejana y posiblemente divina, y busca en el bolsillo del sobretodo un papelito metálico que desenvuelve tranquilamente, y se fuma la mitad del porro que le quedó de la noche anterior mientras sigue leyendo a Borges, pero en un momento levanta la vista y pierde por completo la concentración porque caminando plácidamente con sus auriculares y los aros plateados que ahora brillan por el sol viene la chica que se cruzó con él esa mañana, todo por haber salido de su casa más temprano que de costumbre. El sol da de lleno en el pelo que por momentos es castaño claro y hasta rubio, y sus ojos son color café, y el aire a su alrededor es como de finales de agosto. Gilberto sonríe. Apaga el porro contra el banco sin sacarle los ojos de encima. Ella lo mira, un segundo, y Gilberto sin saber por qué pero sin poder evitarlo levanta su mano izquierda y saluda tímidamente, siempre sonriendo, los ojos brillosos, la boca pastosa, la mente en calma y el corazón a mil. Más tarde se arrepentirá de esto, intuye Gilberto. Solo cuando ella pasa el aire da señales podría decirse que positivas para Gilberto, el día empieza a remontarse hacia un final que promete algo por lo menos bueno, pero en cuanto ella (que no devolvió el saludo, sólo apresuró su marcha) desaparece de ese improbable plano secuencia y Gilberto se vuelve a quedar solo con su libro siente (o piensa) que hasta el sol perdió un poco de fuerza, quizá por el contraste, Gilberto no sabe por qué, quizás porque ella no devolvió el saludo, pero por qué iba a hacerlo, Gilberto tiene casi treinta años y se siente demasiado solo en esa ciudad tan parecida a todas pero sin aeropuertos como quisieran algunos, Gilberto sobre todo.

3. ATARDECER

En pocas palabras el resto del día transcurrió no muy distinto al miércoles que lo precedió. Ni al día anterior. Pero desde que se reunió con su tío (y jefe) a Gilberto le había quedado un gusto extraño, que paladeaba sin demasiado entusiasmo, como previendo en cualquier momento llegar al corazón podrido del asunto. Le daba vueltas, lentamente, a lo que su tío había dicho en su ostentosa oficina mientras Gilberto admiraba el alfombrado y se preguntaba cuántos metros cuadrados y la mesa rectangular de vidrio que en otros tiempos hubiera usado para dibujar el mapa de argentina o escribir su nombre en polvo blanco, de haber tenido la oportunidad. Había dicho muchas cosas en realidad, no fue al grano como era su costumbre, lo que levantó leves sospechas en Gilberto, demasiado ocupado pensando otras cosas e intentando desde la mañana pensar otras que no se dignan a dejarse pensar. A  lo que su tío Marcos, el jefe, iba con tantos inusuales  rodeos era a exigirle, porque su continuidad dependía de sí aceptaba Gilberto la propuesta, su firma y por ende su nombre cómo presidente de una empresa inexistente. Gilberto se excusó diciendo que uno de los contadores de la firma no podía ser a la vez presidente en otra, y el tío dilató su sonrisa y quizás sus pupilas (eso creyó ver Gilberto) y le dijo que esperaba su renuncia para el lunes más tardar, y que su puesto y sus funciones (y su remuneración) serían los mismos, solo cambiaría ante los ojos de la ley. Gilberto dedicó el resto del día en pensar en las posibles consecuencias de la movida y francamente sintió miedo de ir preso y media hora después alivio de pensar que su propio tío no haría nada que ponga en juego la libertad de su sobrino.
El resto del día transcurrió como el día anterior y cómo quizás mañana, a menos que la noche traiga algún signo favorable, pensó Gilberto, a menos que la vea también cuando salga de acá, y entonces qué hago. Gilberto salió apresuradamente, sin despedirse de nadie, sin reparar siquiera en la existencia de alguien más, llegó a la doble puerta de vidrio que daba a la calle, salió y se encontró con la noche ya casi cerrada, del sol quedaba apenas un resplandor esfumándose a su lado, entre restos de nubes, la calle desolada de invierno y Gilberto a la espera de nadie, de un ser extraño, de otro fantasma. 
Gilberto estaba cansado como estaría cansado cualquiera después de una extensa jornada laboral. Atravesó la casa de sus padres, que nunca están en casa, caminó como todos los días alrededor de la pileta y llegó a lo que antes era un quincho para los asados del domingo y que ahora Gilberto sentía como su casa. Tomó un café con leche y se acostó. En la televisión un periodista de Telesur hablaba desde Afganistán, las tropas estadounidenses se retiran, bien, pensó Gilberto y cerró los ojos y al abrirlos ya estaban hablando de la copa América, y pensó en irse a morir a algún país en guerra en Oriente Medio o en África como Arturo Belano, y recordó África aunque nunca estuvo en el continente (pero Gilberto quiere creer que Bolaño tampoco estuvo en África) y entonces se durmió. Soñó que era temprano y se tenía que ir al trabajo, porque sabía que tenía que llegar antes de las siete y media para encantarse con su amada, la chica de sus sueños. Entonces Gilberto se dio cuenta de que aún era adolescente y estaba llegando tarde a la escuela, y también de que eso era básicamente imposible salvo en un sueño, y entró en un espiral de acongojada ansiedad que lo despertó sobresaltado y bañado en sudor bajo el pesado cobertor. Eran las nueve de la noche.
Gilberto comió arroz con crema y tostadas light, tomó un litro de agua mineral, se dio una ducha rápida y salió a caminar. Tenía, finalmente, la mente en blanco. Caminó hasta pasar la plaza y se encontró frente al edificio dónde están su oficina y la chica de sus sueños. Para su sorpresa (y su enorme sonrisa instantánea) en el momento en que Gilberto se detiene frente al edificio la puerta se abre y ella sale y lo reconoce, Gilberto está seguro de que lo reconoce porque abre los ojos enormes y acaramelados, y se vuelve hacia las personas que vienen atrás. Gilberto está en la vereda de enfrente, mirando y esperando para cruzar, esperando que ella se pare en la acera y lo espere también. Gilberto solo quiere saludarla, tal vez saber su nombre y decirle que él se llama Gilberto y que le parece la chica más dulce y hermosa que vio en su vida. Gilberto quiere saber su edad, espera que tenga diecinueve pero esperaría por ella el resto de sus días, si todos fueran como el día de hoy, tediosos días que se iluminan sólo porque ella pasa caminando, divina, chispeante, completamente desentendida de las máquinas embrujadas y el rutinario y agobiante andar de sus fantasmas por la ciudad. Entonces dos hombres salen del edificio y ella señala a Gilberto y los hombres cruzan la calle enceguecidos, los seños fruncidos ubicando a Gilberto en la penumbra de la calle, los puños cerrados y una de las mandíbulas tensas mientras el otro (que debe ser el padre, piensa Gilberto) grita cosas que no llega a entender pero parecen insultos y entonces el otro (que es el novio, o el hermano, o un primo secretamente enamorado) le calza un puntapié en los testículos, aunque a decir verdad en ese barrio, en este país, lo que le calzaron a Gilberto fue una soberana patada en los huevos, un golpe feroz y certero para que Gilberto caiga al suelo en un grito de dolor más bien apagado, casi inaudible, y sólo se dedique a observar, entre la lluvia de patadas y golpes en las costillas y en los brazos, entre gotas de su propia sangre  y el choque eventual de su cabeza contra el suelo, que la chica de sus sueños ya no lleva sus horribles e hipnóticos aros plateados mientras observa cómo sus seres queridos la defienden, cómo obra la justicia divina a través de la mano del hombre, cómo a partir de ahora no tendrá nada que temer al bajar a la calle. Y sonríe horrorizada. Gilberto cree ver, por fin, en esa sonrisa, un signo que conjura de golpe todo su pasado y una vida que pudo ser la suya, una vida peligrosa como en los libros, dónde pueden molerlo a golpes y dejarlo inconsciente en la vereda. Una vida que mañana, cuando su secretaria (que se llama Agustina y está harta de esperar una invitación a comer) le pregunte qué le paso y Gilberto no sepa que decir, le parecerá un sueño precioso, algo de dónde aferrarse cuándo la máquina siga funcionando, inconmovible. Una vida al fin.

miércoles, 31 de agosto de 2011

DORMILÓN


Culpa de la rutina creada tras un año de pasar medio dormida, la mañana en que el quiosco amaneció pintado a nuevo y con el cartel luminoso funcionando Silvina no lo notó. El quiosco había estado ahí desde siempre, seguramente desde antes de que su tía abriera el local de ropa exclusiva para mujeres y contratara a su sobrina para atenderlo y, según habían escuchado alguna vez, mucho antes de que esa zona de la ciudad se poblara de negocios de todo tipo, principalmente tiendas de ropa. Siempre había sido un quiosco miserable, que no vendía siquiera cigarrillos para atraer clientes, a decir verdad los repelía con esa fachada descascarada y el viejo anicotinado atrás del mostrador siempre maldiciendo lo que sea que se asomase a su puerta, pero se mantenía a fuerza de levantar quiniela clandestinamente. Ahora, para alegría de la tía, el quiosco había cambiado de administración.
Esa mañana Silvina llegó al local y su tía, que se encargaba de abrir y cerrar y dejaba a su sobrina atendiendo el resto del día, ya la esperaba con los mates. Quería mucho a su sobrina, su pobre y maltratada Silvinita, veintitrés años y un futuro que asomaba tímido, como si no quisiera llegar nunca y aceptarse y aceptar que eso iba a ser la vida, veintitrés años y un hijo sin padre, un alquiler impagable y una madre avergonzada, ay, lo que hizo la nena. Su tía siempre consideró a la madre de Silvina una imbécil. Por eso ayuda a Silvina. Después de un largo sorbo y como acordándose con los ojos le preguntó, “Viste como quedó de lindo el quiosquito ¿no?” Silvina dijo que no, que ni se había dado cuenta y que iba a ver. “De paso comprame cigarrillos” Silvina salió del local, caminó los cuatro pasos que la separaban del quiosco frente a la vidriera donde el único maniquí que tenían esperaban que le pongan el vestido y el chaleco de la nueva temporada otoño-invierno que aún había que elegir, y cuando llegó a la puerta del quiosco se sorprendió al ver que efectivamente cambiaba la imagen una manito de pintura, “que viejo tacaño” pensó, “por qué tardó tanto en hacer algo por su negocio” y pensando cosas así pudo sentir el calor que le invadía el rostro cuando vio, atrás del mostrador, con la mirada perdida en un libro, el pelo corto, la barba de varias semanas y los ojos claros como el agua mineral de medio litro que llenaba una bandeja de la heladera junto a distintas marcas de gaseosas y cervezas, al nuevo empleado del quiosco, un chico alto que apenas pasaba los veinte años. Apenas levantó los ojos para decir  hola y siguió con su libro. Silvina pidió un Phillip diez, que era lo que ella fumaba, y antes de pagar se dio cuenta y cambió por los Marlboro que fumaba su tía, y se quedó en silencio, siempre sonriendo, siempre sonrojada. Volvió con su tía que ya se iba, y le contó del chico lindo que atendía ahora el quiosco. La tía se rió antes de darle gracias a Dios y desearle a su sobrina una alegría, lo que la avergonzó un poco, pero no tanto porque en verdad ya hacía un año que estaba sola y le vendría bien una alegría. O algo.
Al mediodía Silvina cerró para comer y volvió a entrar al quiosco. Esta vez compró sus cigarrillos y un encendedor. Trató de decir algo, sobre el tiempo quizás. Las reglas de la seducción, si es que las hay, dicen que es el hombre el que debe tomar la iniciativa para evitar que la mujer sea considerada fácil, por no decir puta. Silvina no quería seguir ninguna regla, le parecían conceptos de principios del siglo pasado, y viendo como los adolescentes se manejan hoy en día no le parecía nada malo intentar una conversación inocente sobre el hermoso día de sol de principios del otoño, pero no pudo hacerlo. No le salió una palabra. Sonrió, espero. El chico no dijo nada, se limitó a dar el vuelto y un caramelo y muchas gracias.
Salió del quiosco pensando que era un chico tímido y que habría que hacer un esfuerzo para atraer su atención.
Al otro día, después de pensar mucho alguna excusa para ir a comprar algo, se decidió por unos caramelos, una bolsa llena de caramelos de menta para convidar ella misma a su escasa clientela que por el momento se limitaba a una amiga de su tía y una chica cuya cuenta corriente necesitaba achicarse urgentemente aunque dejó que se lleve el vestido que tanto deseaba, la fiesta era esa noche y era el único vestido que le gustaba de todos los lugares que había visitado y revuelto hasta la exasperación, no sin antes suplicarle que por favor la semana que viene entregue aunque sea cien pesos porque sino la dueña (nunca la llamaba tía en horarios de trabajo) la mataría, o peor, le descontaría el total de la cuenta de su propio sueldo, mintió para apurarla un poco. Compró los caramelos y se le ocurrió preguntar si el quiosco había cambiado de dueño, le pareció un buen tema para romper el hielo. El chico apenas levanto los ojos de su libro, contestó que sí, que su tío había comprado el quiosco a un viejo, que salvo por los impuestos atrasados prácticamente lo regaló. Silvina no perdió la oportunidad de remarcar la feliz coincidencia (“qué casualidad” dijo) de que ambos trabajasen para sus tíos. El chico sonrió, uno, dos segundos y mientras sostenía media sonrisa ya estaba otra vez absorto en su libro. Ese maldito libro, pensó Silvina de vuelta en el local, recibe toda la atención. Quizá era un tonto, quizás solo era gay. Pero era muy lindo y de verdad le gustaba, y pensó que podría ser un buen año si él se dignaba a hablarle, podrían tomarían mate en la vereda, hasta podrían salir juntos a comer. Quizás viviese solo y la invitase a dormir.
Soñar no cuesta nada, pensó Silvina mientras veía a su tía llegar horrorizada con los formularios de impuestos. “Si seguimos así, esto no va más, no va a alcanzar ni para puchero nena” se quejó la tía mientras contaba los billetes una y otra vez deseando que se multiplicasen mágicamente con cada recuento. No es que no quisiera pagar, entendía muy bien sobre derechos y obligaciones, pero eso era el colmo del abuso, parecían que el ministerio de economía quería fundir a todos los pequeños comerciantes para despejar el terreno a las grandes firmas. Muy pronto el país iba a estar dominado por cuatro mega tiendas y todos tendrían que trabajar  ahí, comprar ahí, comer ahí y morir ahí si es que no sale muy caro. Cosas así decía la tía cada vez que llegaba la hora de pagar los impuestos. Sus pronósticos se volvían mas trágicos con cada mes que pasaba. Esta vez Silvina propuso ampliar la oferta, y la semana siguiente compraron un nuevo maniquí (gastos y mas gastos dijo la tía, espero que funcione) y llenaron medio local con de ropa de hombre. Silvina, cuidadosamente, se tomó el trabajo de imaginar que usaría el chico del quiosco y así vistió a su maniquí. Confiaba en su gusto para la ropa y esperaba que al tenerlo en el local hiciese más sencillo hablar de cualquier cosa y quizá lograría sacarle aunque sea el nombre, pero las semanas pasaban y ni siquiera se lo vio asomarse a la vidriera. Lo que primero fue un flechazo se fue degradando y ya era una simple obsesión, que tan mal no hace pero tiene muy mala fama. El problema es que la gente critica mucho al obsesionado, en vez de dejarlos en paz, que ya se les va a pasar. De todos modos a Silvina no le importaba. Se pasaba las tardes eligiendo colores para pintar sus uñas y después las exhibía en el mostrador del quiosco tratando de atraer la mirada del chico hacia sus manos, para luego acomodarse la ropa, o rascarse la boca, pero nada. Ni una mirada de más, ni siquiera cuando Silvina se iba la miraba de atrás como tantos otros, porque ella muchas veces intentó atraparlo en el acto y se volvía de golpe pero nada, otra vez la cabeza hundida en el libro, ese libro que quizá ya era otro libro cuando llegó el invierno y fue un invierno muy frío y triste para Silvina y su hijito solos en ese departamento todas las noches. Y la venta, como se dice, no arrancó jamás.

 La última vez que fue al quiosco ya había llegado la primavera. Habían pasado seis meses desde la primera vez que la vio. Hizo todo lo posible por no parecer un degenerado cada vez que ella entraba al quiosco a comprar sus cigarrillos, pero siempre le regalaba caramelos y cuando descubrió que le gustaban los de menta se aseguraba de tener siempre una reserva para ella. Procuró nunca mirarla demasiado, no quería causar una mala impresión, era tan linda. La última vez apareció a las nueve de la mañana, tan radiante como el día, pero esta vez no sonrió. Fue todo automático. Pidió los cigarrillos. Pagó. Llevaba su currículum. “Ey” se animó finalmente a decirle antes de que ella saliera “no sabía que habían cerrado”. Ella se quedó quieta, mirando hacia afuera. Después se volvió, y mirándolo desde uno de los dos polos dijo: “Si. Fue el peor invierno. Y vos –meditó un segundo sus palabras- pensé que eras un robot”
El chico soltó una carcajada fuerte que se cortó en seco ante la cara inexpresiva de Silvina y le preguntó por qué pensó eso. Ella tomó aire y apenas movió la boca como para contestar, pero todo terminó en un suspiro agotador, y dijo que no importaba, que ya ni se acoraba por qué, que tenía que irse. El aire quedó enrarecido, olía como a flores muertas en un florero azul con el agua sucia y se veía igual de triste. El se sintió un poco tonto, nunca supo siquiera su nombre. “Igual”, pensó, “nunca tuve oportunidad con ella”.
El local exhibió unas semanas el cartel de “se alquila”. El chico del quiosco siguió leyendo libros en horario de trabajo. La vida siguió pasando por la vereda. El verano llegó, inevitable como siempre. A veces, cuando el chico del quiosco sueña, ella aparece y hablan durante horas, hablan hasta saber todo lo que se puede saber de otra persona hablando, y entonces el chico se queda sin nada que decir y ella sigue hablando y parece feliz y él se despierta solo y tienen frío.

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA BIROME MÁGICA DE PEDRO PETRUCCI


Hasta aquí (hasta este día) el tiempo, tormento de su tímida razón, lo había acosado silenciosamente. Hasta aquí, dos horas pasó cada día viajando en colectivo, ocho horas desenvolviéndose como encargado del gigantesco depósito de un monstruo-mercado (sin contar las dos o tres infaltables horas extras), unas cinco horas de insuficiente sueño y el resto, si las cuentas no fallan y el día sólo tiene veinticuatro horas, dedicado casi exclusivamente a jugar con sus hijos o desayunar y conversar con Amalia, cariñosamente apodada La Gorda. Hasta aquí mismo, hasta este día en que la vieja y maltratada birome que llevaba siempre en el bolsillo izquierdo del jean se quedó sin tinta y Pedro Petrucci cruzó la avenida que separa el monumental mercado del último barrio de la ciudad, mercado mayorista al que sólo se llega en auto, al que todos vienen en camionetas que abarrotan de mercaderías de lo mas variadas, y le preguntó al quiosquero, viejo amigo vendés biromes vos ¿no? y el quiosquero, viejo y amigo de Pedro dijo que sí, y buscó en una caja que afirma contener veinticuatro biromes idénticas unas a otras, idénticas en su tinta azul, en su marca Bic, en su mitológico gentilicio compartido con el colectivo, ese colectivo dónde una hora de ida, una hora de vuelta, de lunes a viernes y algunos sábados, quince años fueron pasando día tras día tras mes tras años, y nadie se percató que un día como hoy hace quince años Pedro entraba como changarín en el depósito porque Amalia (que todavía no era La Gorda) resultó estar embarazada y nuestro héroe que ya era un hombre y le faltaba sólo quinto año para terminar la secundaria pero le costaba demasiado esfuerzo, demasiadas ganas de estrellarse la cabeza contra los libros cuando las fechas y las fórmulas simplemente no se quedaban en su mente y él reprobaba los exámenes y volvía a casa sintiendo que sus hermanos tenían razón, que el era un burro y como burro… entonces buscó un trabajo de burro, buscó un trabajo para mantener a su familia y enseguida lo tomaron en el depósito, hombreando, contando, abriendo y cerrando cajas y cajas y pronto su mente entró en un cómodo cubo igual a cualquiera de esas cajas de cartón que veía pasar a diario, y adentro del cubo se volvió realmente bueno en lo que hacía pues al cabo de unos años los dueños lo pusieron a cargo de todas las cajas que entraban y salían y nunca faltó ni sobró ni una sola cosa en ninguna de esas caja en quince años. La paga fue siempre excelente y la confianza de los jefes que lo trataban con el respeto que merece quien cuida tan bien sus intereses por una ínfima fracción de las utilidades que esos intereses les generan (quizá el buen trato nace un poco del remordimiento, quién sabe) lo hacían sentir importante, útil por lo menos, y así, hasta aquí, quince años, la edad de su hija mayor.
Quince años encerrado en un tinglado de chapa, muerto de calor en verano, congelado en invierno, y ni una vez se lo escuchó quejarse. Una de esas mañanas frías en que los camiones llegan un poco más tarde y todos tardan unos minutos más en arrancar con las labores diarias, Pedro y su compañero y amigo Juan Cruz sacaron cuentas, y quién más, quién menos, a los dos les faltaban unos treinta años para jubilarse. La perspectiva no horrorizó a Pedro, que mas bien acataba el destino pensando que siempre podía ser peor, sus hijos podrían estar sin techo ni comida, su hija sin la ropa que tanto le gusta y que él con gusto le comprará a costa de su cintura o de sus tardes, su vida, lo que ceda primero. Pero se quedó pensando, mientras Juan Cruz despotricaba contra el destino y planeaba un accidente para cobrar una jugosa indemnización (Pedro lo miró seriamente, analizando si la idea de su amigo era una broma o si debía aplicarle un correctivo, es decir, un golpe fuerte en el hombro para que deje de hablar pelotudeces) y sumó las horas y los años y cayó en la cuenta de que ya no era, si alguna vez lo fue, dueño de sus horas ni sus días, hacía quince años que no vivía: trabajaba.
Sintió ganas de llorar, como las sintió en aquella habitación que alquiló con Amalia y su hijita de cinco meses que no paraba de llorar y no había calefacción. Eran las tres de la mañana y a las cinco se tenía que levantar y la bronca y el miedo amontonaron las lágrimas tras las barreras invisibles que evitaron su llanto, esa noche y también esta mañana, cuando la birome sin tinta, el quiosco, cualquier birome, son todas iguales, siempre se traía una de casa que su esposa atentamente le compraba, pero Pedro tuvo ganas de despejar su mente esa mañana, antes que llegasen los clientes y los camiones y se meta en su cubo de cartón y hierro y un día pase y entonces sean quince años y un día.
Volvió con la birome. Llegó un camión lleno de bolsones de azúcar. Una vez descargado, el camionero fue a pedirle al encargado que le firme el remito, como es costumbre: hay que dejar todo en claro, lo que entra, lo que sale, todo con la firma de algún responsable, alguien que responda por los miles de pesos que se mueven en camiones por todo el país todo el tiempo. Como de costumbre entonces, Pedro estampó su firma. El día siguió su curso, notablemente tranquilo para un negocio que apenas conoce los feriados. Se dice que los dueños harían trabajar de noche a sus empleados, si la ley lo permitiese, o mejor, lo exigiese. Era el invierno más crudo en años y para Pedro esa era la razón de la escasez de clientes y proveedores ese día.
A eso de las dos de la tarde, cuando faltaban pocas horas para que se cumpla la jornada laboral, las ocho horas que todos saben y aceptan son siempre muchas más, llegó otro camión, esta vez lleno de cajas de aceite. Todo normal. Descargaron, Pedro contó las cajas, coincidían con el numero total del remito y procedió a firmar. Era un remito en triplicado. Cosas de la aceitera. El camionero tenía sed. Preguntó, mientras Pedro destapaba la Bic: ¿No tenés – Pedro estampó su firma, una especie de  galaxia alrededor de dos letras P encimadas – un poco de agua – hizo una larga línea recta, como solía hacer siempre, el subrayado final de su firma – fresca? Vas a tener que tomar de la canilla, fue la respuesta, en el fondo hay un vaso y al lado una canilla, sírvase nomás, le dijo, y lo miró partir desganado hacia el final del tinglado. Después buscó la segunda página y empezó a firmar, levantó la vista y le pareció que el camionero se había detenido un segundo como recordando algo que lo paralizó súbitamente. Pedro preguntó si estaba todo bien y el camionero dijo que sí y siguió caminando sin mirarlo. Pedro siguió firmando pero no miraba lo que escribía, porque algo lo había dejado perplejo: mientras la birome descargaba su tinta en el papel, el camionero quedaba detenido en dónde estaba, y cuando terminó de firmar el hombre siguió su camino hasta el vaso de agua. Pedro esperó. Lo vio abrir la canilla, y empezó a escribir su nombre con la birome en uno de los bordes de la hoja. Mientras escribía el agua se detenía, el vaso nunca se llenaba, el camionero no emitía las mas mínima señal de movimiento, todo quedaba suspendido. Y todo reanudaba su marcha cuando dejaba de escribir. Tardó tres semanas en volver a animarse a usar la birome mágica. Pero ya en su conciencia se había formulado la idea de una idea imposible tres semanas o quince años o un mundo atrás. Tardó tres semanas en  entender que tenía a su disposición lo más buscado por los hombres. Los poderosos compran tiempo. No pagan ni siquiera lo que comen, no pagan más que a sus fieles subordinados que harán cualquier cosa por ese sueldo, harán todo por los pudientes, los dueños del tiempo: el tiempo de sus empleados vale entonces y con suerte dos mil pesos por mes: ese tiempo es del que lo paga. Así los ricos pueden disfrutar la vida, compran tiempo. Ahora lo entendía. Ahora y probablemente para siempre Pedro Petrucci poseía todo el tiempo del mundo, su propio tiempo. Empezó a escribir por las noches. Probó garabatear líneas sin sentido pero no funcionaba, tenía que escribir. Primero su nombre. El nombre de su mujer. El de su hija. Cuando se dio cuenta, había llenado diez hojas de un viejo cuaderno con nombres de personas y cosas y lugares. Pero entre cada palabra el viento soplaba afuera, cada vez que levantaba la punta de la birome para pasar a la siguiente palabra su mujer completaba la exhalación que había quedado suspendida, el segundo se completaba, el tiempo corría. Su sorpresa fue descubrir por puro aburrimiento que al escribir frases como La puta madre que te parió el tiempo se detenía desde la primera palabra hasta el punto.
Ahora tenía un problema nuevo y distinto a cualquier cosa que lo haya desvelado alguna vez: saberse dueño del tiempo y no saber que hacer (que mierda hacer, pensó) con él.
Pero no lo pensó demasiado. Llevó un cuaderno al trabajo y en cualquier momento del día se ponía a escribir durante horas. Nadie se daba cuenta, el tiempo y la gente seguían en lo que estaban antes, imperturbables en su rutina y en la ignorancia de lo que estaba ocurriendo, de lo que Pedro podía hacer. Por las noches le daba a su mujer los cuadernos y mientras él se duchaba ella leía. Supuestamente escribía en el colectivo de vuelta a casa. Eran cosas muy simples y perdonablemente poéticas: El sol nos despide para siempre con los colores que dan calma y paz al corazón y a los ojos cansados del gil trabajador. Más simple aún: El amor de una mujer me espera en casa.
A su mujer le encantaban las cosas que su marido escribía. Las leía con fervor. Le encantaba que su marido, después de quince años de monotonía, de casi no expresar ni una emoción, de trabajar y nada mas, de golpe escribía sobre las cosas que veía, sobre la vida en el barrio. Pronto empezó a escribir sobre la muerte, el amor, la amistad, la infancia, los padres, el sexo. En pocas semanas aparecieron decenas de cuadernos con ideas y teorías descabelladas como por ejemplo: Nada recuerdo mejor que a la gente que nunca vi, nada espero ya de la gente que conocí. Nada me pertenece salvo todo lo que hay entre las personas, ese espacio vacío que nadie reclama, nadie dice es mío, porque es mío, me pertenece. Pedro pensó que en algún momento la tinta se acabaría y el se vería obligado a seguir con su vida de antes. Pasaron cinco años de escritura automática. Apenas pasaron seis meses para todos los demás. Sus compañeros pensaban que quince años de trabajo ininterrumpido lo estaba envejeciendo demasiado rápido. La frase estás hecho mierda, Petrucci se escuchaba todo el tiempo. Pasaron cinco años para todos nosotros e incontables años para Pedro. Su familia temía por su vida. No comprendían que pasaba. Estaba en perfecto estado, pero parecía cada día más viejo. Los cuadernos se acumulaban en lo que antes era el lavadero. La puerta cerrada con llave. Nadie podía ver ya el fruto de su poder, su obsesión. Creerían que era más bien un mal, algo quizás diabólico. La tinta de la birome no se acababa nunca. Esperen tranquilos, malditos, esperen que ya les voy a dar mi vida para que la expriman, esperen que termine de escribirla.
A las seis de la tarde de otro invierno también crudo y cruel, el invierno siguiente quizá o cincuenta años después del invierno en que compro la Bic, Pedro Petrucci entró al mega-mercado y se encaminó hasta la sección librería. La gente, como de costumbre, lo ignoró. Un cliente despistado le preguntó donde estaba la sección de congelados, pero Pedro pareció no escucharlo y siguió su camino. Algunos empleados simplemente lo miraron, a ver que hacía el demacrado Petrucci. Su compañero Juan Cruz tuvo un mal presentimiento, pero nada pudo hacer. Un pestañeo después el cadáver aún más viejo de Pedro yacía en el suelo. A su lado, centenares de páginas escritas a mano, la obra de una vida y una birome partida en dos por el autor antes de morir de viejo.
Como bien dejaba en claro Petrucci en una de sus páginas, la totalidad de la obra debía ser conservada por su familia. Podían disponer de ella como quisieran. Durante años quedó todo guardado en el húmedo cuartito. Amalia murió de un ataque al corazón. La hija mayor de ambos conservó todo lo que su padre escribió y algunas noches mientras leía pensaba que hacer con todo eso, si valdría la pena intentar publicar algo, si no eran simples delirios de su viejo, si no era todo una mierda. Se casó y tuvo hijos y finalmente dejó de pensar en el asunto: entre el trabajo, la casa, los chicos, la comida y el marido no le quedaba tiempo para pensar mucho en nada.